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Cosas que contarle a un futuro policía – Contenidos EXTRA

Como te decía en el final de «Cosas que contarle a un futuro policía», me resisto a que nuestro contacto acabe al cerrar la tapa trasera del libro y, por ello, pensé en ofrecerte algunos contenidos extra para:

  • Tener un gesto con el que agradecer tu confianza.
  • Abrir contigo (a través de este blog) un vínculo que perdure en el futuro.

Y aquí los tienes. Espero que resulten de tu agrado y que te suscribas al boletín del blog para seguir en contacto.

También te invito a que dejes tu valoración y comentario sobre el libro en Amazon. Una reseña positiva me ayuda mucho para poder continuar publicando. Puedes dejar la tuya haciendo clic aquí.

Un abrazo y, de nuevo… ¡muchas gracias!

Contenidos

Una de las señas que nos caracterizó a Vallejo y a mí durante todos los años que formamos binomio fue nuestro amor por los animales en general y por los perros en particular. Fueron unos cuantos los peludos que rescatamos, no sin dificultades, de las calles de Valencia. Perdidos unos, abandonados otros… y alguno, robado.

Una mañana de agosto nos dirigimos a la Comisaría del distrito de Tránsitos para dejar un parte relacionado con una intervención anterior. Accedimos a la oficina de denuncias e informamos al jefe de la dependencia del servicio que habíamos llevado a cabo, a la vez que le pedíamos permiso para utilizar uno de los ordenadores libres y redactar el citado parte.

Nos indicó cuál debíamos usar y, casi a la vez, uno de los compañeros destinados en la oficina mandó pasar a los siguientes denunciantes, a los que se dispuso a atender en el ordenador ubicado junto al nuestro. En la sala entraron dos personas, un varón y una mujer, ambos muy jóvenes y de raza gitana. El chico estaba visiblemente compungido.

Nuestro compañero les preguntó por el motivo de su denuncia y el joven empezó a relatar, con los ojos vidriosos y la voz entrecortada, que en la noche anterior alguien les había robado del interior de su casa un cachorro de pocos meses de edad.

La chica que le acompañaba (dedujimos que era su pareja) prosiguió con el relato porque él no pudo aguantar y estalló en lágrimas como un niño chico al que le quitan el cubo y la pala en un día de playa. Ella explicó que en su habitación tenían un pequeño balcón del que dejan las puertas abiertas para dormir mejor en las noches de verano y que el perro había cogido el hábito de pasar gran parte de la noche fuera para estar más fresco.

También dijo sospechar que alguien habría escalado hasta el balcón porque, esta mañana, el canalón que discurría por el lateral de la fachada estaba doblado. Además, previno que el cachorro no podía haber caído accidentalmente, pues sellaron las vallas del balcón con una lona tupida para evitar precisamente eso y el recubrimiento no presentaba ningún hueco, rotura o desperfecto.

Vallejo y yo continuábamos con nuestro parte pero, de forma inevitable, dejamos una oreja puesta en el relato de la pareja gitana, impresionados sobre todo por lo afligido que se mostraba el varón.

En un momento dado el teléfono de la chica sonó con brusquedad y el compañero que les atendía, que ya había comenzado a redactar, señaló con gesto serio (tal vez, con poca empatía) un cartel que prohíbe el uso de móviles en la oficina. Ella pidió perdón y salió de la estancia para atender la llamada pero no pasaron ni cinco segundos cuando entró de nuevo, pero ahora, visiblemente más alterada.

— Mi hermano está viendo a un «jambo» con el perro en brazos por la calle Picayo —Vallejo y yo saltamos como un resorte.

— Dile que no le diga nada, que en dos minutos estamos ahí —le espetó mi compañero mientras nos levantábamos de las sillas como cohetes que despegan.

— No cuelgues y vente. Que tu hermano nos vaya «cantando» por dónde van.

Ella no se lo pensó y se introdujo a la carrera en la parte trasera del zeta con el teléfono pegado a la oreja. Su novio o marido hizo ademán de seguirla, pero mi binomio y yo, sin poder explicarte muy bien por qué, le frenamos casi de forma instintiva y le pedimos que esperara en comisaría.

— Tranquilo, que si es tu perro, te lo vamos a traer —le dije antes salir zumbando.

Él me miró con una extraña mezcla de incomprensión, agradecimiento e incredulidad, como si le costara creer que dos policías, por iniciativa propia, quisieran ayudarle. El hermano de la chica nos narraba a través del altavoz que el presunto ladrón se estaba moviendo, pero nos indicó las calles por las que lo hacía y en menos que canta un gallo nos topamos con el cachorro y el artista, al que dimos el alto.

Se trataba de un varón muy joven de nacionalidad colombiana que, en efecto, llevaba en brazos un perrete que coincidía plenamente con las características que la pareja gitana había descrito en comisaría, incluida una pequeña mancha blanca sobre su costado izquierdo. No obstante, para tenerlo todo perfectamente atado, le pregunté a la chica si el perro tenía chip de identificación.

— Sí, sí, está aquí el número. Está «to» legal —me decía a la vez que me entregaba una cartilla de vacunación.

Comunicamos a la Sala del 091 lo ocurrido, indicando nuestra ubicación y solicitando la presencia en el lugar de una dotación de la Policía Local, ya que ellos disponen de lectores de chip. Pero antes que los compañeros, supusimos que avisado por su mujer, apareció en la calle el dolido denunciante que debía esperar en comisaría. Anticipándome a una posible reacción airada me dirigí a él antes de que se acercara demasiado al lugar donde habíamos apartado al presunto ladrón y al perro:

— Te voy a pedir, por favor, que te quedes aquí y no te acerques para nada, ¿de acuerdo? Te dije que íbamos a recuperar al perro. Ves que estamos cumpliendo, ¿verdad? Pues ahora solo te pido que nos dejes hacerlo bien.

— Sí, sí. Si yo solo quiero a mi perro. Por favor, solo quiero a mi perro. Al tío me da igual que no le hagáis «na», que se vaya. Yo quiero el perro y ya está –repetía una y otra vez.

— Estamos en ello. Pero, por favor, no me pongas palos en la rueda, que te queremos ayudar.

Cuando llegó la patrulla de Policía Local y comprobó el chip, la numeración coincidía con la que indicaba la cartilla. Ya no existía la más mínima duda. Vallejo engrilletó con sumo gusto al presunto ladrón mientras le leía sus derechos y yo tomé al perro en brazos (confieso que lo estaba deseando) y lo acerqué hasta la esquina en la que la pareja gitana esperaba con impaciencia.

— Ya está todo claro. Aquí tenéis a vuestro perrete —les dije satisfecho mientras el cachorro me lamía y mordisqueaba los dedos.

— Gracias, de verdad, gracias. Yo pensaba que no lo volvía a ver —nos dijo su dueño visiblemente emocionado.

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Unos cuantos meses más tarde, mientras realizábamos otra tarea en la vía publica, pasó a nuestro lado un grupo de cinco jóvenes gitanos. Uno de ellos nos clavó la mirada con cierto descaro y, con una amabilidad que yo no esperaba, se dirigió a nosotros y nos dijo:

— Buenas tardes, agentes. Buen servicio.

— Holaaa… ¡gracias! —le respondió Vallejo con un grado similar de simpatía y una sonrisa cortés.

Lo que yo percibí en aquel momento es que aquel chaval nos saludó con sorna e ironía para hacerse el gracioso y/o el chulete delante de su cuadrilla. Pero la respuesta de Vallejo me dejó descolocado y con un simple gesto le interpelé sobre ello.

— ¿No te acuerdas? Es el chaval del perro, el del balcón —me respondió.

— Joder, es verdad —dije cayendo en la cuenta en ese momento.

El amable ciudadano, que ya nos había sobrepasado, seguía mirando ligeramente hacia atrás, supongo que buscando el saludo que yo, de forma grosera, le había negado dudando de sus intenciones.

— ¡Adiós! Perdona, que no te había conocido —le dije alzando la voz ligeramente.

— Ya, ya, no pasa «na», hombre – me respondió él a la vez que me lanzaba un nuevo saludo con la mano. 

— Chacho, para ser policía, eres pésimo con las caras —me regañó Vallejo con una rotundidad que no podía rebatirle.

Hasta que mi binomio chicharrero se marchó a su tierra nos cruzamos con aquel muchacho, al menos, un par de veces más. Siempre nos saludó con cariño, fuese acompañado de quien fuese y estuviese donde estuviese.

El agradecimiento se percibía en sus gestos y palabras, al igual que percibimos la incredulidad en el momento en que nos levantamos de las sillas para recuperar a su perro y detener al ladrón.

Supongo que, en aquel momento, él dio por hecho que, por ser gitano, la policía no movería un dedo para ayudarlo. Del mismo modo que yo dí por supuesto que un gitano saludando amablemente a unos policías pretendía ser irónico o sarcástico. Nos equivocamos los dos.

Serían aproximadamente las 02.30 de la madrugada cuando finalizábamos el parón que hicimos para cenar algo y yo me veía en la obligación de cambiar de compañero. Dani, mi binomio por esas fechas, se vio obligado a abandonar el servicio por encontrarse indispuesto.

Podríamos decir que dejaba un servicio para irse a otro… de porcelana blanca. Vamos, que no era capaz de retener por abajo lo que entraba en su cuerpo por arriba. Ante esta eventualidad, Felipe, que esa noche formaba tándem junto al Jefe de Grupo, abandonó al superior sin miramientos y se vino a patrullar conmigo durante las horas que restaban para acabar la jornada.

En ese proceso de cambio nos encontrábamos, con Felipe acomodando su mochila y otros efectos en mi coche, cuando una voz agitada a través de la emisora nos sobresaltó a todos:

-¡A la fuga, a la fuga, coche a la fuga! ¡Estación de autobuses, Peugeot azul!

El Z-20 acababa de animar la noche con su comunicado, aunque, a decir verdad, el punto en el que se encontraban estaba bastante alejado de nosotros, por lo que todo apuntaba a que aquel vehículo a la fuga, o bien se escaparía o bien sería interceptado antes de que se aproximara siquiera a nuestra ubicación.

Pero los comunicados por la emisora no cesaban. Cada vez más seguidos y cada vez más tensos. Mientras cantaban las direcciones que tomaba el vehículo fugado, añadían frases que dejaban patente la peligrosidad de la situación: “no para, no para. Se está saltando todo sin mirar. Se va a matar”.

Otras patrullas se iban sumando a la persecución y alguien comunicó que era una mujer quien estaba al volante. Todo ello aderezado con recurrentes “cuidado, cuidadoooo”, que daban entender que en ese momento el coche a la fuga estuviese a punto de impactar con algo o con alguien.

Visto que la persecución no cesaba y que el Peugeot se acercaba cada vez más a nosotros, Felipe tiró sus trastos dentro del maletero sin preocuparse de colocarlos y yo, que estaba al volante, puse rumbo a toda mecha a un punto por el que, con casi toda probabilidad, pasaría la comitiva, basando tal predicción en las calles que iban tomando.

La mujer a la fuga había enfilado el bulevar sur de la ciudad, en dirección hacia el puerto, por lo que nosotros, con un par de acelerones, nos trasladamos desde el complejo de Zapadores hasta la llamada rotonda de los anzuelos de ese bulevar. Esperando en esa ubicación oíamos los gritos y tensión de los compañeros que venían en persecución cantando puntos cada vez más cercanos a nosotros.

A los pocos segundos observamos al fondo del bulevar a todo el convoy: un Peugeot 208 antiguo y de color azul metalizado a toda velocidad y una marabunta de sirenas azules tras él. 

— Se mete por debajo, por debajo, por el paso inferior -comunicó alguien mientras Felipe y yo observábamos al otro extremo de ese paso la maniobra. 

Aceleré a fondo para recorrer por la parte de arriba el mismo camino que recorrería esa mujer por la de abajo y, cuando estábamos llegando al final del tramo, en el punto donde vuelven a confluir los carriles superiores e inferiores, el Peugeot pasó como una exhalación por delante de nuestro coche por unos pocos metros.

Nos habíamos sumado a la persecución colocándonos en primera fila tras el coche a la fuga gracias a nuestra posición estratégica en la rotonda. Rodábamos a todo trapo y casi a la par del dichoso Peugeot. Felipe le hacía gestos, como si sus manos y brazos fuesen a ser percibidos por la conductora con mayor claridad que las luces de seis u ocho (o más) coches patrulla.

Estábamos tan cerca que podíamos ver el rostro de la mujer. Parecía conducir completamente ausente, pero sin que por ello le faltase un ápice de destreza. En algunos tramos, aquel viejo y desvencijado Peugeot se alejaba de nosotros por momentos debido a que la conductora no levantaba el pie del acelerador ni en semáforos ni en cruces.

Después, con algún golpe de gas, le recuperábamos el terreno perdido, pero parecía que aquella mujer no estaba dispuesta a parar de forma voluntaria bajo ningún concepto. En ese momento creí que la cosa acabaría mal. Lo más lógico era que, en aquellas condiciones, la conductora acabase perdiendo el control del vehículo y estampándose dramáticamente contra algo.

También era posible que arrollase a alguien que se cruzara en su camino. Por fortuna, el toque de queda decretado por la crisis sanitaria del COVID-19 propició que aquel día las calles estuviesen desiertas de tráfico y peatones y que ningún inocente resultase herido (o muerto) por esta conductora kamikaze.

La tercera opción dramática que empezó a rondar mi cabeza fue que nosotros mismos, los radio-patrullas, acabásemos teniendo un accidente serio debido a los frenazos de unos, los acelerones de otros, cambios de carril, etc.

No resultaba nada sencillo conducir a esas velocidades para no perder al coche a la fuga y, a la vez, no interferir con la masa azul que formaban el resto de patrullas que también pretendían darle caza. Mientras tanto, la mujer seguía su camino y a punto estuvo de perder el control en la rotonda en la que desemboca el bulevar sur.

Fragmento real de la persecución grabado por un compañero desde su vehículo

Pero se rehízo de forma magistral y continuó en dirección a la calle Serrería. Todo esto sin que para ella existieran los semáforos, cruces, stops, ni ninguna otra señalización vial. Pero nada es eterno y las fugas tampoco. Cuando el Peugeot entraba en la rotonda de la estación del Cabañal, un vehículo K (camuflado) del distrito de Marítimo lo estaba esperando.

Con mucha habilidad logró estorbar lo justo su trayectoria sin exponerse a ser embestido de forma directa y esta maniobra propició que la mujer se viera obligada a frenar de forma violenta y a dar un volantazo. Esto hizo que perdiera el control del coche e impactase en una esquina contra el K, derrapando hacia el carril izquierdo, por donde yo me aproximaba.

El camuflado quedó colocado de tal forma que le impedía el paso por la parte frontal derecha y yo, con un volantazo brusco, se lo cerré por la frontal izquierda. Aun así, la mujer aceleró y trató de salir del emparedado embistiendo a ambos coches, pero apenas tenía distancia para coger el impulso suficiente que le permitiese mover dos coches más grandes que el suyo.

De inmediato, Felipe abrió la puerta del zeta y golpeó con ella la carrocería del Peugeot en varias ocasiones para hacerse algo de espacio y poder apearse para detener a la conductora que, de repente, levantó la cabeza y nos miró fijamente con los ojos como platos a la vez que se quedaba petrificada.

Cuando bajé de nuestro coche y lo rodeé en dirección a la puerta de la conductora, Felipe ya la tenía fuera. Había salido sin dificultad, sin oponer ninguna resistencia, como si fuese un corderito dócil e inofensivo.

Con la tranquilidad que da tener los pies en el suelo en vez de estar circulando a todo gas por la ciudad, pude observar con más detalle a aquella temeraria. Su mirada era reveladora: no me cabía la menor duda de que padecía algún tipo de enfermedad mental. Pero, para que no quedase ninguna sospecha al respecto, la primera frase que nos dirigió la susodicha fue:

— Señores, el Presidente sabe que me quieren secuestrar. Pedro Sánchez Pérez-Castejón es MI AMIGO (elevando la voz) y le he dejado un mensaje en el contestador.

A partir de ese momento no hicieron falta muchas más preguntas sobre por qué aquella mujer hizo lo que hizo. No obstante, el conductor de la ambulancia que se desplazó al lugar nos arrojó un poquito más de luz:

— Esta es la mujer que se escapó esta tarde de La Fe (hospital). Estaba ingresada en psiquiatría.

Felipe y yo acompañamos a la ambulancia que trasladó a la fugada, en esta ocasión, al Hospital Clínico. Una vez allí, pudimos ser testigos de cómo relataba al psiquiatra de guardia que existía un “complot de altas esferas para secuestrarla y matarla porque ella era amiga íntima, muy íntima del Presidente del Gobierno”.

También le contó al doctor que se fugó de La Fe porque la enfermera que la atendía formaba parte de esa banda que quería acabar con su vida y que lo supo porque le había dado unas pastillas que, de haberlas tomado, la habrían fulminado de inmediato.

Finalmente le detalló que pocos minutos antes los miembros de la banda habían intentado secuestrarla de nuevo, esta vez haciéndose pasar por policías y que creía que dos de ellos (nosotros) seguíamos rondando por allí para “rematar el trabajo”.

Fue un auténtico milagro que aquella odisea finalizase sin que nadie resultara herido o algo peor. Solo los compañeros del camuflado de Marítimo sufrieron un pequeño latigazo cervical. Pero, puestos a sopesar lo que pasó con lo que pudo haber pasado, los compañeros entenderán que me refiera (con todo respeto) a sus lesiones como males menores.

Aquel día me costó dormir por el subidón de adrenalina que aún tenía en el cuerpo y porque no podía dejar de pensar en lo que podría haber ocurrido si algún desdichado se hubiera cruzado en el camino de esta mujer que, lamentable y tristemente, solo era una persona enferma que no podía ser consciente de sus actos ni de sus posibles consecuencias.

Son muchas las intervenciones en las que un policía, de algún modo u otro, se ve obligado a interactuar y tratar con personas que padecen algún tipo de adicción: al alcohol, a las drogas, al juego, etc.

También son muchas las ocasiones, la mayoría, en las que esos excesos desembocan en vidas arruinadas y muy difíciles de volver a encarrilar. Estas personas, desde el punto de vista de quien vive de forma, digamos, normal, ordenada y sin demasiados sobresaltos, pueden parecer merecedoras de su propia desgracia. “Oye, pues que se controlen. Que no beban o que no se droguen”.

Pero en este trabajo no tardas en darte cuenta de que las cosas no siempre son tan simples como pueden parecer a primera vista y que detrás de cada una de esas vidas, detrás de cada una de esas adicciones, hay una historia distinta a todas las demás, con sus características peculiares y sus circunstancias particulares.

Cuando uno pisa la calle y su labor le enseña la realidad que nos rodea a todos pero que la mayoría no ven, entiende pronto que, no todas, pero sí muchas de esas personas tuvieron la mala fortuna de no ser lo suficientemente fuertes como para sobreponerse a alguna dura prueba de la vida y fueron arrastradas y engullidas por su propia debilidad.

Y, ¿quién es capaz de asegurar que jamás sucumbirá ante ninguna de las mil perrerías que puede hacerte el destino? Que mañana no perderás la cabeza porque sufras una desgracia, la que se te ocurra, que por su crudeza y dramatismo no seas capaz de gestionar o digerir para continuar adelante.

Yo, desde luego, no seré quien lo haga. No me permito el lujo de juzgar a nadie desde una atalaya moral de la que, mañana, me puede bajar la vida de una hostia con la mano abierta o el puño cerrado. Una lección que aprendí gracias a personas como Vicente.

Serían casi las 21.30 horas. Vallejo y yo dábamos las últimas vueltas de rigor antes de poner rumbo a base para acabar el servicio de la tarde, cuando una mujer nos hizo señas.

— Allí hay un señor borracho que se está metiendo en la carretera y… es que le va a atropellar algún coche.

— ¿Dónde?

— Allí, el señor de marrón —dijo la mujer señalando a un cruce cercano.

En efecto, aquel hombre se tambaleaba de lado a lado sin apenas mantener el equilibrio, llegando en algunos momentos a introducirse en la calzada por donde los vehículos no circulaban precisamente despacio.

Llegamos hasta él en pocos instantes y le introdujimos en la acera, lo más lejos posible de la calzada. Era un hombre de unos sesenta años, con pelo y bigote canosos y que, aunque desaliñado, vestía con un traje beige oscuro y corbata a juego. Mientras trataba de mantenerse erguido con dificultad, percibí que nos miraba con cierta vergüenza.

— Señor, ¿se encuentra bien? —le preguntó Vallejo.

— Sí, sí, perdón si he hecho algo malo, eh —nos contestó con un hipo y aliento que no dejaban lugar a la duda de que su estado era consecuencia de haber ingerido demasiado alcohol.

— ¿Vive usted por aquí cerca? 

— Sí… bueno, no… No sé. ¿Donde estoy?

— Déjeme su documentación, por favor —le dije para tratar de averiguar su domicilio con su DNI.

— Sí, sí. Si mi sobrino es policía —me respondió mientras buscaba su cartera en los bolsillos del pantalón.

Cuántas veces nos dicen eso de: “oiga, usted no sabe quien soy yo, que mi primo es el jefe de…” o “que mi padre es no se qué cargo de no se dónde”. Pero el tono de aquel hombre no sonaba insolente ni altanero.

Más bien parecía intentar congraciarse con nosotros, como si quisiera decirnos de algún modo que él era un hombre de bien a pesar de encontrarse en ese estado. Así lo interpretamos tanto Vallejo como yo, que le dimos credibilidad al comentario del sobrino, al menos inicialmente.

— ¿Ah sí? ¿Pero policía nacional, como nosotros?

— Sí, de los de… ay, como se dice… Él tiene una moto.

— Bueno, mientras déjeme su DNI, por favor, y ahora me sigue contando.

Empecé a sospechar que lo de tener un sobrino policía había sido un delirio del alcohol o una mentirijilla, pero cuando tuve en la mano el documento de Vicente, que así le he rebautizado para la ocasión, uno de sus apellidos, poco común, me resultó familiar por ser también el de uno de los mejores policías y compañeros que he conocido en esta empresa. Un profesional como la copa de un pino a la hora de trabajar y que, además, siempre tiene una sonrisa en la boca y una palabra amable. 

— Y, ¿cómo se llama su sobrino? —pregunté para ver si coincidía con mi presagio.

— Ay, sí… él es… ¡ay! —parecía que no era capaz de recordarlo.

— ¿No se llamará Daniel? —le dije inventándome un nombre al azar.

— Noooooo, Daniel no —contestó él salvando la bola de partido que le había lanzado. — Él es… ay, ¿cómo se llama?

— ¿Fernando? —le dije entonces el nombre correcto del compañero que podría ser el que ambos buscábamos.

— ¡Sí! ¡Eso! ¡Fernando! —contestó él con contundencia.

Miré a Vallejo y le hice una seña para que entendiera que iba a llamar al compañero. Él comenzó a darle charleta a Vicente mientras yo marcaba.

— Hombre, bonico, ¿qué pasa con usted? —me respondió risueño Fernando.

— ¡Buenas! Oye, una cosilla rápida, que estamos en una intervención. ¿Tú, por casualidad, tienes un tío que se llama Vicente?

— Sí. ¡Joder! ¿Dónde estáis? ¿Está bien? —me respondió cambiándole el tono de forma radical y haciéndome saber con ello que esta no era la primera vez que ocurría algo similar.

— Sí, sí, tranquilo. Está con nosotros y está bien. Es que nos han requerido porque se estaba metiendo en la calzada y le podía atropellar. Nos ha dicho que tenía un sobrino policía y por el apellido hemos deducido que podías ser tú. Te llamaba por si podías avisar a alguien. Algún hijo o alguien que se haga cargo. O le pedimos una ambulancia y que lo lleven al hospital. Lo que tú me digas.

— No, no, no tiene hijos. Por favor, dame 15 minutos, que voy para allá y yo me hago cargo de él. Ahora te cuento con calma.

— Tranquilo. Lo que necesites. No te preocupes que con nosotros está calmado y está bien. No te apures.

Cuando Fernando llegó hasta el lugar en donde nos encontrábamos me saludó con una clara mueca de resignación y vergüenza. Vicente, al verlo, comenzó a sonreír y se lanzó a abrazarlo.

— Tío, no puedo contigo, de verdad. No puedo.  

— Bueno, hijo, no me riñas, por favor —le suplicaba Vicente.

Fernando montó a su tío en su coche y, ahora sí, más tranquilo, nos estrechó la mano.

— Chicos, gracias por avisarme. ¿Os ha dado algún problema?

— Noooo, para nada. Se ha comportado estupendamente. 

— No es por justificarlo, pero es un buen hombre. Lo que pasa es que desde que quedó viudo no levantó cabeza. Mi tía murió en el accidente del metro y… bueno, él a mi tía la quería con locura. Desde entonces se dio a la bebida, perdió el trabajo… En fin. Ha hecho mil tratamientos, le hemos llevado a psicólogos, a psiquiatras, etc. Pero siempre recae más pronto que tarde. 

Una vez más el fatídico accidente de metro del 2006 volvía a aparecer en mi desempeño profesional. Ese accidente que, de algún modo, estuvo tan presente en el momento en que decidí que quería ser uno de los hombres y mujeres que entraban en aquella estación a enfrentarse cara a cara con el horror y la tragedia para ayudar a paliarla.

Tantos años después, aunque fuese de manera indirecta y lejana, la amarga y oscura estela de ese maldito accidente volvía a darme una lección de trabajo pero, sobre todo, de vida.

Sin saber el trasfondo que ocultaba el aliento a alcohol de Vicente cualquiera hubiera podido catalogarlo como un borracho, con el sentido más peyorativo y despiadado que pueda aplicarse al término. Pero, en realidad, sólo era un hombre enamorado que no tuvo la fortaleza suficiente como para comprender lo incomprensible. Sabiendo esto, ¿crees que merecía el juicio de nadie?


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Javier del Molino

Crecí en el barrio de Pizarrales (Salamanca), lugar de nacimiento de un famoso delincuente: «el Lute». Pero yo elegí el otro bando. Por eso hoy escribo sin pretensiones de fama ni fortuna, pero con conocimiento de causa, sobre el bien y el mal, sobre policías y ladrones, sobre criminología y criminales…

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