Asesino en serie por rencor a su madre: el Mataviejas
En algunas ocasiones las crónicas de sucesos se refieren a José Antonio Rodríguez Vega como “el asesino de ancianas”. Pero esta práctica no es más que el empleo de un eufemismo para suavizar su verdadero alias, mucho más vulgar y políticamente incorrecto: el Mataviejas.
Tras este sobrenombre, rudo y tosco, se esconde una historia que nada tiene que envidiar a la de cualquiera de los asesinos en serie más famosos y reconocidos a nivel mundial. Pero este personaje, cruel y despiadado, no nació en Boston, Philadelphia o Detroit. Estaba mucho más cerca de nosotros: vivía en Cantabria.
Sus primeros delitos: «el violador de la moto»
El Mataviejas nació el 3 de diciembre de 1957 en Santander, donde desarrolló su vida y su carrera criminal. Antes de dar el paso de asesinar tuvo su primer encontronazo con la ley por cometer un número indeterminado de agresiones sexuales, lo que le llevó a ser detenido en el año 1978 y conocido en aquel momento como “el violador de la moto”.
Pero Rodríguez Vega guardaba un as en la manga: era un tipo carismático, con un gran encanto personal que le permitió, por incomprensible que parezca, lograr el perdón de todas sus víctimas (excepto una) y de este modo pudo reducir considerablemente su condena en base al Código Penal de aquella época. Esto, sumado a su buena conducta en prisión, hizo que fuese puesto en libertad en 1986.
Pero su paso por prisión, lejos de reinsertarle en la sociedad, le llevó a subir un peldaño más en el escalafón delictivo. A pesar de ser considerado por sus vecinos y conocidos como un hombre amable, trabajador y honrado, Rodríguez Vega continuaba dando rienda suelta a su perturbación sexual, virando ahora su deseo hacia las mujeres de avanzada edad y decidiendo que, en esta ocasión, acabaría con la vida de sus víctimas para no dejar testigos y evitar con ello ser denunciado y encarcelado.
Matar a su madre en cada crimen
Él mismo declaró durante su juicio que actuó contra ancianas movido principalmente por un profundo odio hacia su madre, a la que desde niño había temido y, a la vez, deseado sexualmente.
Sus actos eran totalmente premeditados. Elegía a sus víctimas, estudiaba sus hábitos y cuando tenía información suficiente para actuar con seguridad, se ganaba su confianza con su magnetismo personal ofreciéndose para realizar trabajos de bricolaje y reparaciones a domicilio.
Una vez dentro de las viviendas violaba a las mujeres y posteriormente las asfixiaba, dejando una escena del crimen limpia, prácticamente inmaculada, lo que hizo que sus primeros asesinatos pasaran desapercibidos para forenses y policías debido a la avanzada edad de las víctimas y a la ausencia de indicios violentos.
Pero la estadística dio la voz de alarma. Tantas muertes similares en una ciudad pequeña y en tan corto espacio de tiempo pusieron en alerta a los investigadores. Por otro lado, Rodríguez Vega se sentía impune y quizá por ello comenzó a descuidar su proceder y a cometer algunos errores que empezaron a evidenciar violencia en sus víctimas.
Los investigadores también se percataron de que en todas las viviendas se había realizado algún tipo de trabajo de bricolaje reciente y el foco señaló hacia el violador de la moto al encontrarse una tarjeta de visita suya en una de las escenas.
Cuando fue detenido confesó sus crímenes a la policía, pero durante el juicio se retractó y alegó que sólo había mantenido relaciones sexuales consentidas con las mujeres y que sus muertes se debían, sin duda, a causas naturales.
Al menos 16 víctimas
La policía registró el domicilio de Rodríguez Vega, encontrando una habitación en la que guardaba a modo de trofeos ciertos objetos que se llevaba de los domicilios de sus víctimas.
Varios de ellos fueron reconocidos por familiares de mujeres cuyos fallecimientos habían sido catalogados inicialmente como no violentos, y de este modo sus muertes pudieron imputarse a Rodríguez Vega como asesinatos.
En total, desde que salió en 1986 de prisión y hasta que fue detenido en mayo de 1988, pudieron atribuírsele un total de 16 víctimas, quedando en el aire la sospecha de que pudieron ser más las asesinadas.
Tras el juicio, en el que en ningún momento mostró arrepentimiento, y tras ser calificado por los psiquiatras como un psicópata y perverso sexual, fue condenado a 440 años de prisión. Comenzó entonces su periplo por distintas cárceles, llegando a coincidir en una de ellas con otro famoso asesino de la crónica negra española: Manuel Delgado Villegas, el Arropiero.
En todas sus estancias en prisión la relación con el resto de presos nunca fue buena. Los violadores no están bien vistos en el mundo carcelario y a esto hay que añadir que Rodríguez Vega tenía fama de ser un chivato de los funcionarios.
El violento final del Mataviejas
Con estas premisas no fue extraño que el Mataviejas acabara finalmente sus días siendo asesinado en prisión. Fue el 24 de octubre de 2002. Tan sólo un par de días antes había llegado al centro penitenciario de Topas (Salamanca) y esas 48 horas le bastaron para ganarse el odio de sus compañeros.
A su condición de violador y su fama de chivato había que añadir otro ingrediente: su prepotencia. Entre otras cosas alardeaba de su vigor sexual, del poco tiempo que le quedaba por cumplir en prisión, y del dinero que iba a ganar cuando escribiese un libro contando su historia.
Tres presos fueron los protagonistas de la muerte del Mataviejas: Enrique del Valle, alias el Zanahorio, Daniel Rodríguez Obelleiro y Felipe Martín Gallego. En una de las salidas al patio, uno de ellos, presuntamente Felipe, dejó aturdido al Mataviejas golpeándole con una piedra envuelta en un calcetín a modo de honda.
Es entonces cuando Obelleiro y del Valle se abalanzan sobre él y con unos pinchos carcelarios lo apuñalan feroz y despiadadamente por todo el cuerpo y la cara, dándole muerte en el acto. En total se contabilizaron hasta 113 puñaladas en su cuerpo. José Antonio Rodríguez Vega, alias el Mataviejas fue enterrado en una fosa común en Salamanca, asistiendo al acto tan sólo los enterradores.
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